Nov 21, 2024

“Los ignorantes aprenderán y los que saben con agrado recordarán” (Hónault).

La lucha por mejores condiciones de trabajo y vida parece resultar incómoda, molesta, incluso innecesaria para la cúpula del gobierno, la iniciativa privada y, por supuesto, los representantes de las instituciones involucradas. A estas alturas, no es extraño leer declaraciones de personajes públicos pontificando acerca de las maravillas del salario mínimo y de la increíble bonanza de quienes alcanzan sueldos de hasta dos mil pesos.

De acuerdo a este criterio, la canasta básica se encuentra al alcance de cualquier asalariado y, por tanto, resulta incompresible por desproporcionado el reclamo de mayores ingresos y garantías como la seguridad social, ya que, en todo caso, el Seguro Popular satisface colmadamente las necesidades de aspirinas y curitas del proletariado medio. La presión por mejores condiciones de vida ejercida por algunos sindicatos resulta no estar dentro de los parámetros conductuales de una clase, la trabajadora, tan altamente beneficiada por sus patrones trasnacionales y nacionales que se empeñan en “educar” a sus empleados en las emocionantes realidades del empleo precario, la sobreexplotación y la carencia de prestaciones sociales.

Frente a la precarización del empleo se yergue un mercado laboral que poco contribuye a la economía nacional porque su capacidad formativa y de ascenso social es limitada. La ausencia de industria nacional se ve compensada por la apariencia de modernidad representada por el capital extranjero y modelos de organización que no pueden ser otra cosa que neocoloniales: se instalan maquiladoras en vez de fábricas; negocios de formato estandarizado y provisión de insumos y servicios a cargo de pocas firmas. Las manufacturas y el comercio con raíces, responsabilidades e intereses locales parecen ser cosa del pasado nacionalista que el neoliberalismo botó a la basura.

Las expectativas de progreso y capilaridad social ligadas a la educación como proceso formativo superior riñen fuertemente con los esquemas que el propio gobierno impulsa e impone con la fuerza pública: la mediocridad y homogeneidad burocrática se prefieren al desarrollo de la inteligencia y la libertad personal fundadas en el logro académico. El ogro burocrático se lanza contra la disidencia y rechaza el ideal educativo que conduce al pensamiento crítico y el trabajo socialmente constructivo. En este contexto, la educación pública es un concepto demasiado pesado e indigesto para los empresarios educativos y los funcionarios públicos que defienden al mercado, al estudiante como cliente y la ganancia comercial frente a la formación técnica y humanista con responsabilidad cívica.

Si se trata de formar ejércitos de empleados sin perspectiva social, anclados en la inmediatez de un hedonismo ramplón y que no extrañen la ausencia de derechos laborales, la reforma educativa resulta ser notable en su imposición. La fuerza del gobierno contra los trabajadores de la educación, los propios estudiantes y sus familias, gana espacios periodísticos y a coro los funcionarios locales se empeñan en felicitar a quienes cedieron su primogenitura magisterial a cambio de lentejas de ignominia y subordinación. El garrote federal se ve acompañado de las cachiporras estatales, en plan de sicarios educativos, subrayando el carácter patéticamente centralista del quehacer público nacional. Pero, si la educación básica y media superior se marchitan bajo la bota del neoliberalismo autoritario, no se puede decir menos de la educación superior y la investigación científica y tecnológica.

Las universidades, institutos y centros de investigación parecen ser los enemigos jurados de un sistema que lucha por desposeer a sus profesores e investigadores de las condiciones laborales y sociales para el desempeño óptimo de sus funciones. La creación y recreación del conocimiento, la extensión y difusión de la cultura quedan sometidas a una sistemática degradación de sus contenidos y formas de expresión, mediante remedos de “reformas curriculares” cuya función es la trivialización de las profesiones y la supresión de sus contenidos críticos.

No es novedad que los nuevos planes de estudio de las ciencias sociales presten mayor atención a los procedimientos que a los razonamientos; y que, en carreras como Economía, las autoridades se empeñen en reducir y mutilar los cursos de Economía Política, Historia Económica y los enfoques teóricos heterodoxos sobre el desarrollo, favoreciendo la enseñanza de los enfoques neoclásicos y los rudimentos instrumentales de la profesión. Una vez perdido el equilibrio entre estas dos concepciones de la ciencia, el mercado termina imponiéndose y nulifica la conciencia social y política de los formadores y los sujetos en proceso de formación.

Tampoco se puede decir que el tratamiento laboral que reciben los universitarios sea completamente distinto al de sus pares de los niveles educativos previos. En las relaciones entre la administración y los académicos sindicalizados destaca un evidente desprecio hacia estos últimos.

En nuestro medio, la relación institucional entre las autoridades administrativas y sindicatos académicos reproduce la hostilidad oficial hacia los trabajadores, al punto de negar, desde el inicio mismo de las negociaciones salariales y contractuales que marca la ley, cualquier posibilidad de acuerdo: la frase “no hay dinero y háganle como quieran”, aparece como la versión sintética del pensamiento administrativo que excluye la palabra “negociación” con la misma firmeza con que evade “gestión” y “transparencia”.

El sistema genera la parálisis de la conciencia y manipula la voluntad de los funcionarios administrativos, convirtiéndolos en zombies al servicio de la cancelación de la inteligencia y la conciencia crítica. Son ellos situados frente a los sindicalistas, representando los intereses del gobierno neoliberal y no los de la nación ni los de los trabajadores académicos. Sin duda, la precarización de la educación representa un síntoma de la descomposición social de un país con un gobierno que sirve a intereses ajenos.

El sindicalismo universitario sonorense representa un bastión de lucha contra la liquidación del patrimonio intelectual, la respetabilidad y utilidad social de nuestras instituciones de educación superior. Esta etapa de negociaciones salariales y contractuales no ofrece facilidades, porque, a pesar de la ley, las autoridades estatales y las administraciones de los centros de estudios se muestran empeñadas en provocar los estallamientos huelguísticos, criminalizar la protesta y la suspensión de labores, desacreditar al sindicalismo y hacer prevalecer una política laboral y educativa absurda e ilegítima.

Los académicos, los estudiantes y el pueblo de Sonora en su conjunto, debemos estar preparados contra la manipulación informativa, el triunfalismo mediático, el engaño y la desinformación. No hay mejor inversión que la educación ni tarea con mayor importancia y trascendencia social que la docencia. Es urgente e inexcusable apoyar con firmeza al sector académico, y hacer posible que nuestras instituciones de educación e investigación superior cuenten con las mejores condiciones para su funcionamiento y desarrollo. Nuestro futuro como sociedad depende de ello.

http://jdarredondo.blogspot.mx

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