El fin de la Pascua
“Lo que fueron vicios, hoy son costumbres” (Séneca).
27032016. JOSÉ DARÍO ARREDONDO LÓPEZ. — Semana Santa o de Pascua. Semana contradictoria en cuestiones climáticas y de puesta al día ciudadana respecto a las acciones de los delincuentes que, organizados o no, asuelan las cacarizas vialidades, los espacios públicos y privados y los precarios goznes de la civilidad sonorense. Semana de “operativos” para prevenir lo que las costumbres arraigan con la fuerza de una ley no escrita: lo etílico define el estado de la diversión y las bondades de unas merecidas vacaciones. Lo demás es pura casualidad.
Los vacacionistas remontan las adversidades monetarias y sacan a relucir el arrugado billete o la lustrosa tarjeta que abre las puertas del paraíso terrenal, como si el acto de gastar surtiera efectos extraeconómicos directamente relacionados con la autoestima, el reconocimiento social y la epifanía de un hedonismo a la carta. Somos lo que gastamos, pero también gastamos lo que somos.
La visión de la arena, el sol y el agua marina son los espejismos culturales que acariciamos con amigos o consanguíneos, de los cuales obtendremos las anécdotas necesarias para subsistir con decoro en las conversaciones por sostener. Nadie que diga “no salí” podrá gozar de la misma consideración de quien afirma haber sido picado por una “aguamala”, cortado por un vidrio en la planta del pie, asaltado por un vago o por un comerciante de temporada; la aventura sabe a comida chatarra, arena y cerveza, cuando no a carroña de restaurante, insecticida en aerosol y salsa picante. Desde luego que el nivel de la experiencia gastronómica depende del precio, el lugar y las condiciones del servicio y, muchas veces, tanto de la suerte como de la resistencia de su aparato digestivo.
El paseo por ese campo minado que llamamos playa puede verse comprometido por obstáculos a veces infranqueables como cercos, letreros de “propiedad privada”, “prohibido el paso” o “cuidado con el perro”, lo que adquiere particular relevancia si están acompañados de vigilantes debidamente entrenados y autorizados por alguna instancia de inequívoca vocación mercenaria. La propiedad privada de las playas en México sigue siendo un misterio legal que quizá algún día se pueda resolver mediante el improbable expediente de la conciencia ciudadana en confrontación con la voracidad de los acaparadores inmobiliarios. Cierto que todos somos iguales ante la ley, pero hay unos que son más iguales que otros.
Si, por un lado, nuestro derecho de tránsito es coartado por barreras privadas irregulares, también lo es gracias a los “retenes” que filtran el aforo vehicular bajo el supuesto de prevenir accidentes y poner coto a la delincuencia de temporada. Somos un país de libertades condicionadas y vías de comunicación arbitrariamente interrumpidas; ciudadanía comprimida por las leyes del mercado que minimizan el espacio público y amplían el privado a costa de libertades otrora indiscutibles por obvias. Así las cosas, México se mueve a empujones de inversión extranjera privada a contrapelo de la protección del ambiente, el equilibrio ecológico y el bienestar popular.
Si en la playa la diversión es pastosamente multitudinaria e inercial, en el campo se advierten también las dificultades de acceso a los lugares de descanso por obra de una deficiente red carretera, saturada e incapaz de dar vía fluida a los cada vez mayores volúmenes de vacacionistas. Aun en estas condiciones el comercio florece de la mano del abuso, la improvisación y eventuales problemas de higiene, tolerados por el entusiasmo de la época, el afán de cambiar una rutina de abuso y minusvalía cívica por otra más abierta y campirana. No es lo mismo que te traten de joder en el campo que en la ciudad, ¡que para eso es el asueto de Semana Santa!
El Vía Crucis vacacional cobra su cuota de sangre, sudor y lágrimas gracias a los excesos propios de la ocasión: de velocidad, alcohol, confianza, distracción. Así tenemos algún muerto y lesionados en accidentes de tránsito, en asaltos con arma blanca, por picadura de algún bicho marino de consistencia gelatinosa, por intoxicación etílica o alimenticia, o afectados por vidrios en la arena, comerciantes abusivos, funcionarios inescrupulosos, propietarios gandayas, o simples y joditivas manifestaciones del karma.
Al final, la resurrección de Cristo se reedita con letras doradas y es celebrada con puntualidad ritual; aunque vista a trasluz, las miserias humanas insinúan que nuestra pascua fue, como suele ser, tiempo de jolgorio comercial y de clientelas en pos de bienes y servicios que alcanzan su clímax consumista y por gravedad caen en alguna estación del amplio territorio de la insolvencia. Agotado el domingo y su simbolismo, la puerta del lunes se abre mostrando de nuevo el camino de la rutina y el arrepentimiento. La Pascua ha concluido. Caminemos, pues.
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