El olor del invierno
¿Cómo es el olor del invierno? ¿A qué huele el frío? Son preguntas un poquito tramposas, porque si hay un sentido que ya no siente nada con el frío, es el olfato.
Así que el perrito sigue su rastro, pero para nosotros, seres humanos habituados a los desodorantes, colonias y jabones aromatizados, el olor del invierno es casi un imposible. Atrás quedó el intenso floral de la primavera, la densidad untuosa del verano, la madurez dorada del otoño, que sus aromas imponen.
Oh, ya sé, no es lo que dice el calendario, pero ésta es una ilusión, una convención como tantas que tenemos: en la realidad, estamos en invierno. A veces, cuando camino por esas calles flanqueadas de álamos desnudos, esos bosquecitos que sobreviven, algo sugiere el aire: como una caricia, un deslizar de sobrio olor a pino. Y si llueve, algo se levanta de la tierra, apenas un eco perfumado que ni a eso llega, porque, dígame, ¿quién se pone a disfrutar de la lluvia bajo cero? Yo no, y usted tampoco.
Así que el olor del invierno es de adentro, el de la cueva, el del refugio. El olor del invierno se humaniza. Es el de la sopa. El del guiso. El del pan tostado. Está en la casa, en los bares, esos lugares adonde queremos llegar pronto, de los que tardamos en salir. El olor del invierno levanta vuelo desde las ollas, arremete la nariz helada, despierta fantasías que se dan de narices con las dietas, un hambre de calorías y de olor de hogar, el milagro del fuego y el calor naranja.
El olor del invierno es el de la piel – el más rico de los olores – y el de la piel de los bebés, el mejor de todos, ese que se siente en el hueco del cuello, el que les hace cosquillas. A los grandes, también, si recuperáramos el olor de la piel, sentido casi desagradable de tanta cultura inodora.
El olor del invierno es también el del cuero, el de la lana, un olor dialogado en la intimidad con el aliento, una ronda rara, de aromas picantes. Como el del cigarrillo, esa hoguerita privada.
Todo esto es el olor del calor, un olor casi subliminal, que nos hace decir qué lindo está acá, y es porque la cueva nos llama. Miles de años, y la cueva nos llama… Sólo el frenético ritmo que llamamos civilización justifica que en una estación donde todo el ancho mundo se repliega sobre sí mismo, se vierte en su centro, se une en un estado reflexivo como madurando la primavera lejana, sólo nosotros seguimos y seguimos… La cueva se perdió en eso que llamamos progreso, que tiene un olor intruso y agresivo.
El olor del invierno, para nosotros, los reyes de la creación, huele a problemas. Lejos de incitar a la revisión reflexiva, lejos de retomar fuerzas, yo, usted, familias, amigos, el colectivo humano en su densa red vital, como hacen -si pueden, si los dejamos- todos los seres del mundo, huele a mecánica. La jerga contemporánea, esa que congela de las palabras su olor humano, transforma el ciclo vital en «la problemática de la energía», «el tema de los husos horarios», de la misma manera que cosifica la sangre y la carne volando en mil pedazos en «daños colaterales». Sí, el olor del invierno es tecnológicamente insípido.
Por eso, en una pequeña resistencia personal, y mientras piense lo que quiera, por ejemplo esta mina qué quiere, que volvamos a los prados y las carretas, ese tipo de pensamiento, hágame caso: ponga una ollita en el fuego, y mientras se va calentando el agua tírele un ramito de apio y albahaca, vaya entretanto seleccionando otras cositas de esas que siempre quedan en la heladera, siempre preocupado por lo que tiene que hacer y lo que dejó de hacer.
Y -maravilla de maravillas- un poco de magia danzará en el aire, se colará por la nariz hasta llegar a la otra cueva, la recóndita que está en el centro del cerebro y la memoria genética, allí donde se quedó agazapado el más antiguo de los sentidos, el que nos hermana con el mundo y con el origen. Su alma helada se lo agradecerá.
María Emilia Salto [email protected]
(FECHA DE PUBLICACIÓN.31/12/2018 // Original de María Emilia Salto.