INVITADO ESPECIAL: ARTURO SOTO. Papá, me convertí en ‘Sonic’ y no me alcanzó ni una bala
Eran las 14:40 horas del domingo pasado. Mi sobrino acababa de dejar a sus hijos en casa de sus padres -mi hermano y mi cuñada-, para ir a hacer unas compras a un supermercado cercano.
Una tarde como cualquier otra en Cajeme. Es decir, una tarde soleada y tranquila en que la muerte y la tragedia pueden aparecer de cualquier modo, en cualquier momento, donde menos se esperan. Y dejar caer sus dentelladas sobre vidas inocentes.
Dos mujeres caminan por la calle Donato Guerra en la colonia Sochiloa. Una de ellas tiene ocho meses de embarazo. Está esperando gemelas. Y va también su hijo de tres años. Las acompaña un niño de seis y un adolescente de 16.
Van jugueteando, conversando sobre nada mientras caminan a la tienda de la esquina, acaso a comprar algunas cosas para pasar la tarde de domingo en el patio de los abuelos, debajo del frondoso árbol que sombrea medio patio.
Y de pronto, el infierno.
Desde algún lugar no precisable, seguramente de un auto comenzó la lluvia de fuego, el tableteo ensordecedor de la metralla, los disparos que se escucharon en varias cuadras a la redonda.
Un auto es rafagueado con más de 90 tiros; un hombre queda muerto dentro del vehículo mientras el chofer del mismo, herido, huye a toda carrera.
En la infernal refriega, el joven de 16 años es alcanzado por las balas y cae herido sin saber por qué ni cómo sucedió. De su pecho brota la sangre; su tía entra en shock porque también la alcanzan unas esquirlas. La esposa de mi otro sobrino cae al suelo con dos vidas en su vientre y en la caída se rompe la cara.
“¡Corre, corre!”, le gritan al pequeño de seis años que no la piensa dos veces y multiplica las fuerzas de sus piernas rumbo a su casa, en una frenética carrera en medio de la lluvia de balas.
Coincidencia dramática o desesperada casualidad, el chofer del auto baleado corre en la misma dirección, casi detrás de él. Va herido y al doblar la esquina cae al suelo.
En ese pequeño espacio, en ese breve momento aparece mi sobrino, el futuro padre de las gemelas y se topa de manos a boca con el pequeño que no deja de mover las piernas.
Su mente actúa a la velocidad del caso cuando el tipo que viene detrás, herido, cae a sus pies. Tiene los segundos contados y lo sabe, aunque saca fuerzas de alguna parte para hacer una llamada pidiendo una ambulancia.
Mi sobrino se paraliza, pero intuye que vendrán a rematar al tipo que está en el suelo, y echa a correr también como loco. Apenas llegando al porche de una casa, escucha una nueva descarga de metralla y un grito que rompe el aire de todo el barrio: “¡Nooooooooooooo!
Al tipo le vaciaron el cargador de un fusil de asalto y lo dejaron bien muerto.
A unos metros de allí, el otro joven, el de 16, sigue recostado contra una barda. Ha llegado su padre y también los paramédicos que le abren la camisa. El pecho y la espalda están todos rojos de sangre. Mi sobrino le da dos putazos a la pared rabiosamente, aunque él dice que sólo recuerda uno. Su hermana llora y sólo dice entre sollozos: “no pude hacer nada, hermano”.
Pero ¿qué podría hacer? ¿Alguien sabe qué hacer en momentos como ese?
El joven está en el hospital. La bala no le perforó el pulmón, pero su estado de salud es delicado.
“Así las cosas, tío, somos estadística y no hay responsables”, me dijo mi sobrino al informarme de los sucesos.
Desesperado, me cuenta que si el tipo al que remataron no hubiese ido herido, “y cobardes como son, pudo haber tomado a mi hijo como escudo, porque iba corriendo delante suyo”.
Yo escucho el relato y me hierve la sangre. Le digo que en lo que podamos ayudar, que lo que se ofrezca. Pero él me dice que lo único que se le ofrece es ver a esos hijos de puta fritos y poder ir a la tienda sin miedo.
Se me vienen automáticamente a la mente las palabras de mi cuñada, su madre, cuando hace algunas semanas estuve en su casa y platicábamos del infierno en que se ha convertido Cajeme. De las muchas historias de jóvenes mujeres levantadas, asesinadas y desaparecidas.
“A la plebes (hijas, nietas) no las dejo ir solas ni a la tienda”, me decía esa vez.
Y ahora iban a la tienda, pero no iban solas. Y les tocó el lugar y el momento equivocados, aunque por el estado de cosas en la ciudad, cualquier lugar y cualquier momento pueden ser equivocados.
Esa misma noche en la zona norte de Cajeme, un hombre fue acribillado con balas de fusil AK-47, y otro más en Cócorit, donde además otro hombre resultó herido.
Eso, señoras y señoras, es lo que está pasando en Ciudad Obregón, pero también en Navojoa, en Guaymas, Empalme, Hermosillo, Nogales, Caborca…
Todo lo demás es palabrería, demagogia.
Yo, como mi sobrino, también quiero ver fritos a esos hijos de puta. Y poder vivir tranquilo.
Colofón
Ya que se calmó un poco la cosa, el pequeño de seis años da su versión de los hechos, platicando con su papá.
“Me convertí en ‘Sonic’, papá. Me dijeron ‘corre’ y corrí tan recio que ni una bala me alcanzó. Ahora dejaré que me pique una araña para convertirme en ‘Spiderman’ y atrapar a los que hirieron a mi hermano”.
No pude evitar que los ojos se me llenaran de agua, pensando en las alas de los ángeles que los protegieron.
Somos, como dijo mi sobrino, ya parte de la estadística. Legión que clama protección y justicia, que no se conforma con los discursos y las cuentas alegres oficiales. Que no está dispuesta a más impunidad.
Señores y señoras de los gobiernos municipal, estatal, federal ¿hará falta que asesinen a uno de los suyos para dejar la indolencia, para evitar más muertes, más sangre, más tragedias familiares, más ‘daños colaterales’?
Al presidente López Obrador, a la gobernadora Claudia Pavlovich, al alcalde Sergio Pablo Mariscal les pregunto si van a dejar en la impunidad también este atentado.
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