NOTAS SUELTAS. Los aires de diciembre
“Un buen gobierno es como una buena digestión; mientras funciona, casi no la percibimos” (Erskine Caldwell).
En estas fechas es interesante recorrer el centro de la ciudad capital, con sus calles abarrotadas de compradores potenciales y sus abarrotes languideciendo frente a las cadenas comerciales. La carpeta asfáltica, con su aspecto cacarizo, nos remite a viejas deposiciones de borracho, detritus de perro y restos de lo que pudo haber sido una voraz ingesta de hot-dogs, regada con algún refresco de cola y salpimentada con el polvo y el humo de los miles de vehículos que pasan aportando su carga de bióxido de carbono a los pulmones hermosillenses y, desde luego, al ambiente.
En torno a los carros expendedores de “dogos” se congregan familias enteras que practican el arte de la masticación con expertos movimientos mandibulares, dejando la mostaza, la mayonesa o los frijoles asomando en la comisura de los labios como señal o contraseña de pertenecer a la casta privilegiada del proletariado posibilista, que puede llevarse algo a la boca con destino al entramado digestivo. Otros, muchos más de los que pensamos, se quedan “milando” como el chinito la suculencia del manjar y la concentración que exhiben los felices masticadores.
Parvadas de policías de a pie señalan la veda de robos y extravíos en perjuicio de economías colgadas con alfileres, pues el olor a aguinaldo es fuente de pensamientos expropiatorios e impulsos delincuenciales. La sangre fluye por las venas con impulsos acelerados mientras en los comercios, plagados de empleados de temporada, el cliente se encuentra más solo que la cuenta corriente de un indigente. Nadie atiende al comprador que ve pasar al empleado caminando con fingido apuro y mal justificada diligencia. La solicitud y mística de servicio aún no llegan a las cadenas comerciales, a los almacenes de prendas remarcadas y al espíritu de las fechas. El cliente está a merced del empleado de piso, de la cajera y del apretujón casi obsceno de muchos que como él esperan comprar ese regalo, esa muda de ropa y ese accesorio navideño.
Afuera, en la gaseada atmósfera allende las puertas de los comercios, recibimos la calidez de las fritangas, el marasmo de las gentes que caminan como si fueran las únicas en el planeta, el país, el estado, la ciudad, la calle y el espacio necesario para ir de un lado a otro gracias a la locomoción humana. Se desea, desde luego, que haya un cataclismo, una súbita onda sísmica o un ataque masivo de disentería que limpie la calle, que nos haga menos y obre el milagro de poder caminar fluidamente por cerca del Mercado Municipal.
Al llegar a ese antiguo y popular centro de comercio anclado en el viejo corazón comercial capitalino, extrañamos la voz que le ofrecía “chiltepineros a diezzz”, tanto como deploramos la inconclusa remodelación y las láminas que afean el inmueble e impiden el tránsito fluido. En el espacio donde está la fuente, llena de desperdicios de misterioso origen, se dan cita un grupo de aseadores de calzado, “boleros” que le dejan los zapatos rechinando de limpios y con expectativas de duración altamente razonables por las bondades de los tintes y grasas protectoras, quedando listos para recibir nuevos pisotones y raspaduras, medallas de guerra en el tráfago peatonal de las fechas.
Los aires se cargan de azufre, amenazas de fuego infinito y reclamos temibles de condenación eterna. Un hombre de mediana edad y aspecto proletario viste sus mejores galas de orador religioso y atiza con garrotes bíblicos las conciencias de los viandantes. Gesticula, lanza espumarajos por la boca. Los misterios del bien y el mal parecen ser revelados por el exaltado hombre que blande una biblia y amenaza con azotar con ella al despistado y casual espectador. En este punto, la prudencia recomienda salir huyendo del lugar, en busca de un refugio de paz y tranquilidad mundana. Queda claro que la espiritualidad no se da mediante amenazas ni está al alcance de todos, pero cada cual su bronca.
Las mujeres policía rondan los comercios, hacen presencia en las esquinas, vigilan las calles y algunas bostezan con aires de uniforme nuevo y zapatos en proceso de ahormar. Llega el mediodía y emprendo el regreso a casa, por el camino pienso en los camiones recolectores de basura, en el plan de arrendamiento que se ofrece como solución al problema citadino. Seguimos pensando que el ayuntamiento debe tener su propia flotilla y así no dar de comer a empresas privadas que, como quiera que se le vea, se bastan solas. ¿Qué decidirán los regidores? ¿Optarán por la autosuficiencia aunque lleve un poco más de tiempo o seguirán la ruta típica de los gobiernos prianistas de apoyarse en la empresa privada para resolver servicios públicos? El pueblo, en medio de la calle, sabe que la basura es cosa pública. Esperemos…
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(FECHA DE PUBLICACIÓN.17/12/2018 //