¿Trabajar a tiempo completo hasta los 40 años será una buena idea?
El lenguaje, a veces, revela detalles que la mente pasa por alto. Hablamos de «hacer carrera» por algo. Apenas abandonada la adolescencia nos incorporamos al mercado de trabajo a tiempo completo y emprendemos un sprint laboral frenético.
Le dedicamos los años más productivos y estresantes de nuestra vida. Trabajamos 40 horas a la semana durante unas 2.000 semanas. Después llegamos a la meta a los 67 años y lo dejamos de forma abrupta. Es un sistema heredado de tiempos pretéritos, cuando la realidad era otra. Por eso hay quien defiende un cambio de paradigma. Dejar atrás la carrera y empezar a hablar de paseo laboral.
Laura Carstensen, directora del Stanford Center on Longevity, es la figura más destacada de este movimiento. Esta psicóloga, especializada en temas de la tercera edad, defiende que nuestras vidas laborales deberían ser más largas y tener más parones en el camino, temporadas de trabajo intercaladas con tiempo para aprender, viajar o atender necesidades familiares. Su propuesta pasa por posponer la jubilación hasta los 80 años. Puede que de entrada no parezca el mejor de los planes, pero la cosa cobra otra dimensión al saber que no deberías empezar a trabajar a tiempo completo hasta los 40. Se reduce el ritmo, pero se mantiene el recorrido, lo que hace sostenible la transición.
«Necesitamos un nuevo modelo», aseguraba en una entrevista con la revista Quartz. «El actual no funciona, porque no reconoce todas las demandas de nuestro tiempo. Las personas trabajan a tiempo completo al mismo tiempo que crían niños. Nunca tienen un descanso. No pueden salir. No pueden refrescarse. Trabajan a un ritmo insostenible y luego desconectan de golpe».
«Lo más difícil sería poner en marcha este cambio», aventura la psicóloga, que también es profesora de políticas públicas en la Universidad de Stanford, «pero una vez que comience, parece bastante evidente que puede asentarse».
De momento no hay pruebas empíricas de que sea así, pero sobre el papel suena bien. Carstensen quiere rebajar de compromisos laborales la treintena para hacer cosas más importantes como crear una familia, escribir un libro o escalar el Everest. Este tiempo libre se compensaría más adelante, aprovechando la energía y el conocimiento que tienen los jubilados de hoy en día, los mayorescentes, para que trabajen a otro ritmo, en jornadas reducidas, precisamente cuando sus vidas personales adquieren un ritmo más relajado.
En el fondo es un fenómeno que ya se está dando de forma natural: la dificultad de conciliar entre los jóvenes unida a la energía y salud de los jubilados ha convertido a los segundos en canguros y asistentes de los primeros. Carstensen solo propone una inversión de roles y una institucionalización de los mismos.
Sentadas las bases del paseo laboral llega ahora el momento de matizar. La teoría de Carstensen no se puede trasladar a todos los sectores ni parece que se tenga que aplicar con rigidez, pero da una idea aproximada de por dónde podrían ir los tiros en un futuro.
Un trabajador que hoy tenga 40 años puede esperar vivir otros 45, la mayoría de ellos con salud suficiente para afrontar una jornada laboral reducida que no implique trabajo físico. Es más, mantenerse activo en la vejez podría evitar problemas como la depresión y la soledad, le ayudaría a seguir conectado a la sociedad. Entonces, ¿por qué debería comprimir sus obligaciones profesionales y familiares en unas pocas décadas frenéticas? ¿Por qué debería desconectarse de forma radical y sin matices al llegar los 67?
Quizá porque hasta ahora los gobiernos no han sabido plantear el problema en términos sociales y se han centrado en analizarlo únicamente en términos económicos. Llevamos años escuchando la cantinela de que las pensiones, tal y como las conocemos, no son sostenibles, viendo cómo se ajusta la vida laboral de los ciudadanos para mantenerlas. Pero son retoques menores que no ponen en tela de juicio el modelo actual. Se analiza la sostenibilidad económica sin valorar las implicaciones sociales.
La baja natalidad, la conciliación laboral y la marginación social de los jubilados son tres factores que no se suelen tener en cuenta a la hora de diseñar un sistema de pensiones; daños sociales secundarios en un dilema que se entiende como económico. Sin embargo estos factores son causa y son efecto, son elementos vertebradores de nuestra vida laboral, problemas sobre los que debería pivotar el debate en el futuro.
Apenas ha pasado un lustro de la última reforma de las pensiones en España (que elevó la edad de jubilación de los 65 a los 67 años) y ya se empieza a hablar de lo insostenible del sistema. Los datos hablan por sí solos. Hoy los adultos de entre 25 y 49 años forman el 40% de la población; los que tienen entre 50 y 74 años representan el 28%, y los mayores de 75, casi el 10%. Según las estimaciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2064 los adultos de entre 25 y 49 años supondrán el 25% de la población; los que sumen entre 50 y 74 formarán el 30% y los mayores de 75, representarán el 28%.
Se esboza en el horizonte una nueva sociedad. Conllevará, sin lugar a dudas, una nueva reforma laboral, un nuevo parche a un sistema establecido a principios del siglo XX, cuando la fotografía social era otra. Quizá sea el momento de empezar a replantearse un cambio de paradigma a gran escala. Uno que no solo tenga en cuenta la sostenibilidad económica y analice también la sostenibilidad social y vital de las personas implicadas.
(Publicado el 23/04/2019 con información de Enrique Alpañés)